Cuando empecé a trabajar no
sospechaba que podría acabar dando clases en alguna Facultad. Tenía muchos
puntos en contra y pocos a mi favor; una discapacidad muy visible que impedía
el movimiento, dificultades en el lenguaje que muchas personas pronosticaban
como un obstáculo para comunicarme con los posibles alumnos, etc.… Solo había
un factor que invalidaba esta profecía, siendo superior a cualquier valoración. Yo
procedía de unos progenitores dedicados a la enseñanza, mi madre llevaba la
marca de la tiza en la sangre —aparte de la yema de los dedos —. Esta
circunstancia junto a mi gran empeño por conseguir lo imposible, más muchas
horas de hablar sin parar, han hecho que me mantenga durante más de 10 años en
la Formación de Cursos en distintos ámbitos.
Ahora diría que lo que hago me gusta y, modestia aparte, no
lo hago mal del todo. Los alumnos me entienden perfectamente, aunque siempre
hay alguno que le cuesta más “entender determinados conceptos”, al margen del
tipo de lenguaje que se emplee. Aún tengo alumnos que me reconocen por la
calle, me saludan y recuerdan por lo que aprendieron conmigo, y no por las
dificultades que tuvieron para escucharme o si en algún momento me pusieron el
ordenador en marcha.